
La tarde del 2 de octubre de 1968, el batallón Olimpia descargaba sus balas contra cientos de estudiantes que se habían reunido pacíficamente en la Plaza de las Tres Culturas de la Unidad Habitacional de Tlatelolco. Esa noche se desató el infierno y en la madrugada se mandó limpiar la plaza. Jacobo Zabludovsky, el personero del régimen, encubría los hechos con una noticia sobre el clima. No sabemos con precisión el número de muertos, muchos desaparecieron para siempre. ¿Por qué se ensañó un gobierno contra su propio pueblo? Hay un trasfondo económico y la mano del imperialismo yanqui. Aquí lo explicamos.
Los años sesenta del siglo pasado significaron un gran crecimiento económico a nivel mundial, los efectos de las políticas keynesianas de la posguerra están en su apogeo, la población está creciendo (baby boomers), los salarios y el poder adquisitivo también. Las clases medias se están engrosando y algunos economistas incluso hablaron de una clase obrera que se volvía aristócrata porque podía aspirar con facilidad a una casa, un auto, una gran familia: el sueño americano. México no fue la excepción, a este periodo se le conoce como “milagro mexicano”, el Producto Interno Bruto crece a dos dígitos, el dólar mantuvo estabilidad a 12.50 pesos por 20 años, las tasas de interés se mantienen bajas y la inflación estable.
En ese contexto, los hijos de los obreros pueden acceder a la Universidad Pública y con ello fue un periodo bastante fecundo para el pensamiento social y revolucionario. Esos jóvenes universitarios provenientes de condiciones precarias, con el hambre de transformación social, se están apropiando de teorías críticas, de la información que llega de Cuba, donde se construye la utopía socialista; de la Alemania Oriental, de la Unión Soviética, de Vietnam, de Argel y la África que se descoloniza, de las grandes emancipaciones sociales.
En contraste a estos aires de libertad, Latinoamérica vive un proceso represivo de crueldad: en Nicaragua la dictadura de Somoza; en Argentina, Onganía; en Paraguay, Stroessner; en Brasil, Venezuela, República Dominicana y Ecuador son gobernadas por juntas militares. En México se vive la “dictablanda” priísta, el régimen del partido hegemónico que en ese entonces acumulaba casi 50 años en el poder.
En esas condiciones, una chispa es capaz de encender la llama: un conflicto entre universitarios de la UNAM y el IPN por un partido de futbol y la torpe intervención policiaca que reafirmo su estatus represivo contra una juventud que había despertado. El movimiento de 1968 tomó rápidamente las banderas de la libertad de expresión, de prensa, de reunión, de organización e incluso de autodeterminación política frente a un régimen que se vio rebasado totalmente para gestionar el conflicto y una figura presidencial, la de Gustavo Diaz Ordaz, incapaz de conciliar e incluir. Se trató de un punto de inflexión, aunque no definitivo, que sembró las semillas de los futuros cambios nacionales, no olvidemos que la Cuarta Transformación tiene su base originaria en este movimiento.
Pero la mayor presión contra Diaz Ordaz provino de la embajada de Estados Unidos, el gobierno de Hubert Humphrey y el aparato de la Agencia de Inteligencia (CIA) padecían una insoportable ansiedad contra el “comunismo”. De hecho, las dictaduras latinoamericanas estuvieron sostenidas por el propio gobierno de Estados Unidos que mantuvo un férreo control de lo que consideraba su “patio trasero” con la finalidad de no ceder espacio a movimientos políticos y sociales. Los informes que le hacen llegar a Diaz Ordaz señalaron que en el movimiento estudiantil había células soviéticas y cubanas que buscaban derrocar al gobierno; la orden fue determinante, habría que exterminar al movimiento y el gobierno mexicano fue servil a los intereses del capitalismo internacional.
El movimiento de 1968 no estuvo infiltrado realmente, no hubo explícitamente un eje programático hacia el socialismo, mucho menos el comunismo. Pero la represión sanguinaria, provocó la reproducción de movimientos al interior del país que en algunos casos se radicalizaron mucho más, por ejemplo, los universitarios de Puebla que también fueron duramente reprimidos.
La herida de Tlatelolco sigue abierta porque la libertad nunca es un derecho conquistado de una vez y para siempre, sino una lucha constante que se renueva en cada generación. Hoy, más de medio siglo después, los jóvenes de la llamada generación Z en Nepal, Marruecos, Ecuador y tantas otras latitudes vuelven a poner el cuerpo frente a regímenes que buscan silenciar su voz y domesticar sus sueños. Lo que los une no es un programa único, sino la convicción de que el poder no puede aplastar la dignidad humana.
Como en 1968, lo que está en juego no es solo el presente, sino el futuro: el derecho a imaginar un mundo distinto, a defender el planeta que habitamos, a decir “no” cuando la violencia se disfraza de orden. Honrar la memoria de aquellos estudiantes caídos exige mirar a la juventud actual no con miedo, sino con esperanza, y asumir con ellos el compromiso de que nunca más un Estado pueda decidir quién tiene derecho a hablar, a organizarse y a vivir en libertad.
“Desgraciados los pueblos en donde los jóvenes no hagan temblar a los poderosos y los estudiantes se mantengan sumisos ante el tirano” ¡Que Vivan los estudiantes! ¡2 de octubre, no se olvida!
*Profesor-Investigador Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo
Miembro del Sistema Nacional de Investigadores e Investigadoras
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