
La violencia ha dejado de ser una anomalía que conmociona y moviliza a la sociedad. En muchos contextos, se ha transformado en un fenómeno cotidiano, arraigado en la vida diaria, que ya no nos genera sorpresa ni indignación.
Este proceso se conoce como normalización de la violencia, un concepto que preocupa a especialistas, activistas y ciudadanos por igual, porque implica una peligrosa tolerancia a lo inaceptable.
Se trata del proceso mediante el cual ciertos actos violentos —físicos, verbales, estructurales o simbólicos— se vuelven parte del día a día sin que se cuestionen o denuncien.
La reciente localización de cuerpos en los alrededores del Centro Expositor, el 12 de abril de 2025, es un claro ejemplo de cómo el horror se ha vuelto parte del paisaje urbano, reflejando una alarmante normalización de la violencia en la sociedad poblana.
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La violencia en Puebla, desde hace más de una década, se ha convertido en un fenómeno tan frecuente que, en ocasiones, parece perder su capacidad de asombro. Pero la realidad es que esto puede ocurrir en diferentes ámbitos: el hogar, la escuela, el trabajo, los medios de comunicación, las redes sociales y el espacio público.
Cuando la violencia se vuelve habitual, pierde su capacidad de generar rechazo. La gente comienza a considerarla parte del "orden natural" de las cosas: ver noticias de asesinatos, feminicidios o linchamientos sin inmutarse; escuchar gritos o golpes entre vecinos sin intervenir; o aceptar burlas, humillaciones y acoso como "chistes" o "cosas de hombres".
En el lenguaje, frases como "es su culpa por vestirse así" o "algo habrá hecho" cuando una persona es agredida, son ejemplos de cómo el discurso refuerza patrones violentos. Desde temprana edad, los niños aprenden a normalizar el acoso escolar, los estereotipos de género y el castigo físico como parte de la crianza.
En la vida pública, la exposición constante a noticias violentas y la falta de consecuencias legales generan una sensación de impunidad, reforzando la idea de que "así es la vida". Por otra parte, series, películas, videojuegos y redes sociales que glorifican la violencia pueden anestesiar a las audiencias, reduciendo su sensibilidad frente al sufrimiento real.
La normalización de la violencia tiene consecuencias profundas y duraderas. La sociedad pierde la capacidad de empatizar con las víctimas, lo que reduce la presión social para exigir justicia o implementar políticas efectivas; al no haber consecuencias, los actos violentos tienden a repetirse e incluso a escalar.
Y luego, la percepción de que la violencia no se castiga debilita la fe en las instituciones de justicia y seguridad. Los niños que crecen en entornos violentos o que presencian violencia sin intervención tienden a replicarla en su vida adulta.
¿Qué se puede hacer?
Romper con este ciclo requiere un esfuerzo conjunto. Habría que apostar por la educación con enfoque en derechos humanos y cultura de paz; los medios de comunicación deberíamos ser más responsables para evitar la revictimización y promover el análisis profundo.
Se debería contar con políticas públicas y leyes firmes, pero también preventivas, que atiendan las raíces sociales de la violencia. La participación ciudadana, que cuestione y denuncie, en lugar de guardar silencio.
La normalización de la violencia no es inevitable. Reconocerla es el primer paso para revertirla. Porque una sociedad que se acostumbra a la violencia termina por perder la capacidad de distinguir entre lo justo y lo inhumano.
Además, es necesario fomentar la educación en valores, la empatía y el respeto, desde la infancia hasta la adultez, para construir una sociedad más consciente y comprometida con la erradicación de la violencia en todas sus modalidades y en todos sus ámbitos.