Es importante que el flamante presidente electo de los Estados Unidos, Joe Biden, cumpla con regresar al Acuerdo de París, pero el planeta necesita mucho más que eso para cuidar, preservar y recuperar el equilibrio entre las sociedades humanas y el medio ambiente, roto desde hace tres siglos con el surgimiento del capitalismo, el industrialismo y el consumismo, sistema que se ha fortalecido con la globalización y el portentoso desarrollo de la comunicación.
No es un tema simple; es una cuestión social global muy compleja. Mientras se mantenga el actual orden mundial, y la supremacía de los Estados Unidos rija ―por las buenas o las malas― el destino de las naciones, es una quimera detener la degradación de la naturaleza y los servicios ecosistémicos que nos brinda la naturaleza para sobrevivir como seres humanos.
El capitalismo nunca ha sido amigable con el medio ambiente, ni lo será, dada su esencia de acumulación de riqueza. Además, no solo es necesario detener las emisiones de gases contaminantes y que la temperatura del planeta no aumente más de dos grados en el presente siglo según el propósito del Acuerdo de París, sino también detener la contaminación del agua, la tierra y el aire por efecto de la actividad humana; la sobreexplotación agropecuaria, la tala indiscriminada de los bosques, el desproporcionado crecimiento de las ciudades y la población, el consumo de alimentos con alta huella ecológica, la migración, el armamentismo, etc. Y lo más importante: detener la ampliación de la brecha social entre países ricos y pobres.
Europa occidental luego de culminada la segunda guerra mundial, solo necesitó un poco más de diez años para reconstruir su economía y alcanzar el desarrollo y bienestar de sus habitantes especialmente con la ayuda de los Estados Unidos y su Plan Marshall. Pero todos olvidan que su industrialismo se construyó con un alto costo de contaminación ambiental, y marginando del desarrollo a continentes enteros como África y Latinoamérica, condicionados a ser simplemente centros de abastecimiento de alimentos y materia prima, hasta ahora. Y son los más afectados ambientalmente.
Y el tema se agrava, porque en la competencia y lucha por el poder mundial, China está desarrollando portentosamente su economía, industria y exportaciones a costa de la depredación de ingentes recursos naturales de los países pobres ―condenados a la miseria, porque a la larga no tendrán nada que vender, tan solo su fuerza de trabajo― y el desmedido uso de combustible fósil (que se contradice con su discurso ambientalista), que la ubica como el mayor contaminante del planeta, con el doble (30%) de emisiones de gases de efecto invernadero que los Estados Unidos, que agigantan el agujero en la capa de ozono, aumenta la temperatura global y aceleran los efectos del cambio climático, ante una permisiva mirada de una caduca Naciones Unidas.
Y a este desarrollismo irresponsable se suman los 20 países de la Unión Europea, más India, Rusia y Japón, cuyos gobiernos están más interesados en mantener sus poderosas economías y preservar sus ecosistemas, que el de las naciones pobres donde operan sus grandes corporaciones y transnacionales, amparadas y protegidas por gobiernos que defienden al gran capital, sin un ápice de nacionalismo, conciencia ecologista y dignidad para con sus ciudadanos.
Y por si fuera poco, la pandemia del Covid–19 está provocando una recesión mundial que está paralizando el flujo de capitales, comprimiendo el mercado internacional, reduciendo la oferta laboral, incrementando el endeudamiento externo, aumentando la pobreza mundial y desestabilizando la gobernanza especialmente de los países en vías de desarrollo, lo que hace imperativo reformar y reorientar las organizaciones medio ambientales, reformular los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el Acuerdo de París, entre otros acuerdos vinculantes, porque será muy difícil cumplirlos en las actuales circunstancias. Es necesario resetear el status quo socioambiental global.