Nunca he sido el mejor de los madrugadores, la tarde es mi momento, la noche mi espacio de tranquilidad, pero la mañana y sobre todo la madrugada son siempre los periodos en que mi cuerpo prefiere descansar, es justo cuando se recupera del ajetreo cotidiano para volver al trajín más tarde.
¡Qué martirio despertar tan temprano! Pero una vez de pie y vislumbrando un viaje a nuevas tierras o mejor dicho a nuevos mares, el tormento pasa a segundo término. Las agujetas atadas, el cinturón bien puesto, el abrigo en su lugar, ahora sí, camino al aeropuerto para viajar a Ciudad del Carmen, Campeche.
Es justo decir que originalmente parto a tierras carmelitas –así se hacen llamar los lugareños de la isla-. Hace tanto tiempo, quizá 10 años que no visitaba este bello paraíso y mi cabeza comienza a extraer los recuerdos visuales que me permitan ubicarme. Luego de prácticamente hora y media de camino, por fin el pequeño aeropuerto, bonito y práctico.
El clima es un gran censor para identificar que estamos cerca, muy cerca del mar. La humedad invade mi cuerpo ataviado de formalidad para pedirle un cambio de ropa, pero el hambre es mayor y lo primero es buscar donde alimentarse, donde recargar energía.
Las calles se ven diferente encima de un automóvil que a pie. Hay que llegar a dar una conferencia a la UNACAR y a seguir. La hospitalidad en la Universidad es abrumadora y se agradece infinitamente. La conferencia es un gran desahogo académico y los alumnos de Comunicación y cultura así lo entienden.
A comer y a conocer el hermoso monumento llamado Stella Maris, al lado de la Laguna de Términos. Ubicado en Boulevard Playa Norte S/N, La Pigua es un restaurante sensacional, formal, agradable y sellado de la temperatura exterior. Los camarones son la especialidad de la casa y la cerveza una gran compañía para el alimento.
Mi anfitrión, amigo y colega, Óscar Bulfrano, me comenta que quien come camarones en Ciudad del Carmen está destinado a volver (o a quedarse) y él es un ejemplo viviente de esta creencia. Yo quiero volver, por eso y por la pinta que tienen esos camaroncitos, me embeleso con un plato grande. Marinados con especias y mantequilla, el platillo es espectacular.
Por cierto, antes de ser una ciudad petrolera, la economía carmelita destacaba en la producción de camarón, incluso uno de los monumentos más importantes de la ciudad es un camarón. No hay espacio ni para un pequeño postre, la comida ha sido abundante y deliciosa. Agradecido con Óscar y su hospitalidad, hay que partir.
El camino en una isla es siempre cíclico. Regresaremos al lugar donde partimos. La tarde comienza a envejecer y la noche a levantar la mano para exigir su lugar en el cielo y también en el ambiente. A punto de bajar la temperatura –un par de grados solamente, que ya es ganancia- se puede caminar con más comodidad por el malecón.
La gente aprovecha esta hora del día para salir a convivir con la familia, unos caminan otros corren haciendo ejercicio, unos más compran alguna bebida refrescante. Nosotros apenas llegamos y comenzamos por establecer un nuevo rol en el lugar. Las fotografías del recuerdo no son algo novedoso; sin embargo, la gente se retira del lugar para que se pueda tomar la mejor imagen sin interrumpir.
Es impresionante llegar a un lugar donde el estrés parece haberse quedado guardado en el escritorio del trabajo o haber quedado tendido en la cama, al despertar. Todos en modo relajación, sonrisas, charlas cordiales y semblantes tranquilos, pero como evitarlo sin la Laguna de Términos y su oleaje comparten una cadencia de tranquilidad que te envuelve y te contagia su calma.
Con esa paz exteriorizada en los semblantes, levantar el rostro y mirar una sombra colosal, bañada por un sol delicado, el mismo que se va ocultando en el inmenso mar, resulta un espectáculo natural majestuoso. Esa sombra es de la Stella Maris la representación de Nuestra Señora del Carmen, una estatua del artista Sergio Peraza, icónica en la isla.
La sombra, coronada con un tapiz de oro, resultado de la madurez del día, permite apreciar los gloriosos colores de la naturaleza, que se esparcen por todos lados. El mar cambia sus tonos azules y los va tiñendo oscuros cada vez más, fenómeno natural que permite apreciar otra belleza natural del momento: los delfines.
Esos hermosos animales salen a la superficie de la laguna a despedir al sol y a dar la bienvenida a la noche. La mascota de la UNACAR sale a pasar lista entre los atractivos hermosos de la isla. No cabe duda que en el mar la vida es más sabrosa.
Viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com